Otros test y otros virus


Como es de general aceptación en función de la experiencia, los acontecimientos severos muestran lo peor y lo mejor de los seres humanos. Así, cada día asistimos con satisfacción al espectáculo de la asunción generalizada de los sacrificios que hacer frente a la pandemia en curso exige, a las muestras abundantes de gestos de solidaridad, al admirable comportamiento de quienes continúan, por decirlo expresivamente, al pie del cañón, que no son sólo los profesionales sanitarios, aunque asuman un superior riesgo, sino, también, los agentes de los cuerpos y fuerzas de seguridad, los militares y ese gran número de funcionarios y trabajadores que cada día hacen posible el funcionamiento de los servicios básicos y que, a pesar de los efectos adversos de la preocupante difusión vírica, consiguen que, aun asumiendo dificultades actuales, y sin olvidar el anuncio de las futuras, la vida de la generalidad de los ciudadanos pueda seguir siendo bastante llevadera.
La otra cara del mueble, expresándolo así mismo de un modo coloquial, viene representada por el afloramiento de vicios arraigados, entre los que destaca, por su eficiencia destructiva, el sectarismo, al que se une ahora una inhabitual falta de piedad.
Cada día alguna expresión, declaración, chiste malo o anécdota frívola, si no cruel y de mal gusto, corrida hasta la extenuación por las redes sociales, nos recuerda nuestra secular propensión, tan lamentable, y predicable de seguidores de toda clase de ideologías, a considerar bueno cuanto dicen y hacen los de nuestra cuerda y rotundamente nefasto lo hecho y dicho por los ajenos a ella. Así, se observa con honda preocupación que ante un problema ajeno a las ideas sociales y políticas muchos ciudadanos se dediquen a la crítica corrosiva y despiadada, buscando con lupa, si no echando mano del microscopio, qué ha podido hacer mal el responsable de turno, al que se ridiculiza ácidamente, ignorando por completo cuanto haya podido hacer con el propósito de mejorar el severo problema que nos oprime. Ello desde la absoluta convicción, tan carente de fundamento como ridícula, de que él, el crítico mordaz, lo haría infinitamente mejor. De análoga forma a lo que los aficionados al fútbol continuamente oímos en el campo o en las tertulias: si algo no va bien es porque el entrenador es un completo inútil y su papel lo desempeñaría infinitamente mejor cualquiera de los miles de espectadores sentados en las gradas.
Llegados a esto tan común de ser un gran torero desde la barrera, donde no se corren riesgos, asombra también observar cómo la pandemia que nos aqueja parece haber contribuido a erradicar una virtud asentada en nuestra sociedad que, al menos, disminuía de algún modo la eficiencia negativa del sectarismo. Me refiero a la piedad. Ha sido típica de nuestra mentalidad la tendencia a apiadarnos de las personas en dificultades, soslayándose incluso serias discrepancias. Pues ahora, según se ve, ni eso. Sea cual fuere nuestra ideología, parece de sentido común partir de una presunción de buena fe en los gobernantes, de nuestra cuerda o no, cuando se enfrentan a un problema serio que ninguna relación guarda con concepciones política o sociales, siquiera sea porque ellos mismos, los responsables, han de estar interesados como cualquier otra persona, como nosotros mismos, en resolver problemas comunes para todos, que ellos padecen como los demás. Por otra parte, una pandemia no es algo para lo que se pueda tener, ni mucho menos se exige, por absolutamente imprevisto y fuera de los esquemas previos de cualquiera, una especial pericia. De modo que los desaciertos no son extraños como, por lo demás, la realidad social circundante, en países incluso de superior desarrollo que el nuestro, muestra continuamente.
Apena ver las tremendas dificultades que han de afrontar quienes tienen sobre ellos la grave responsabilidad de tomar decisiones con rapidez ante unos hechos de difícil conocimiento, enfrentamiento y prospección de evolución. Y, sin embargo, comparecen cada día a dar la cara. No son de extrañar las críticas que el desempeño de sus funciones merezca, tan legítimas como convenientes para que las relaciones sociales y los actos de gobierno sigan una línea de mejora que a todos interesa. Pero no son críticas constructivas las que solemos ver estos días sino, desgraciadamente, tristemente, expresiones y manifestaciones que sorprenden por su agresividad, a través de censuras desproporcionadas, si no crueles, por no hablar de la burla y mofa, y desprecio, que se hacen correr por las redes en grabaciones de patética vulgaridad, que suscitan la sospecha vehemente de que hay un sector de los ciudadanos que ve en este problema cuya solución a todos interesa una ocasión maravillosa para zaherir al contrario y vengarse de él, si no para derribarlo y destruirlo, fin miserable para el que, a lo que parece, todo puede sacrificarse, incluso la victoria sobre el enemigo invisible que nos acecha. La conocida muerte del alacrán.
Tomares, 30.03.20

Fernando Aguilera Luna

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