Críticas arbitrarias a la sentencia del caso Isabel Serra


Afirmar que las críticas de las resoluciones judiciales son legítimas es una obviedad. Nadie lo discute. Cuestión diferente es la procedencia o no de las críticas que concretamente se formulen, en el fondo y en la forma, y, sobre todo, qué evidencian en cuanto a actitudes democráticas, que tanto se invocan y tan escasamente se practican en términos reales, a la hora de la verdad.
Llevo ejerciendo como abogado a tiempo completo y de forma exclusiva, ininterrumpidamente, desde septiembre de 1.976, y he leído y estudiado numerosísimas sentencias, tanto concernientes a asuntos en los que he intervenido como por necesidad de estudio de criterios doctrinales y jurisprudencia. Muy pocas veces he leído una resolución de la perfección de la que nos ocupa en sus aspectos formales y en la exhaustividad de sus razonamientos tanto fácticos como jurídicos. Se trata de un asunto mediático, como resulta patente, y algo sabido que, fuera el que fuese el sentido de la sentencia, suscitaría críticas de unos o de otros y sería mirada, dicho sea coloquialmente, con lupa. Es natural que tanto el tribunal como el ponente se hayan esmerado. Ya hubiera querido yo que en mi larga vida profesional las resoluciones tanto favorables como adversas que he conocido, y vivido, en mis asuntos, se acercara, aun lejanamente, a la calidad del texto de la que condena a la señora Serra. Muy especialmente ha de destacarse que son numerosas las páginas destinadas, dentro del total de setenta en que la argumentación se vierte, al examen de todas las pruebas, con una minuciosidad modélica que predica, al menos, un interés decidido de su redactor y del tribunal colegiado por realizar un buen trabajo.
No entro ni salgo en la corrección intrínseca de sus valoraciones y argumentos, fundamentalmente porque sin haber presenciado las sesiones del juicio ni, lógicamente, la práctica de las pruebas, es imposible, absolutamente, formarse un criterio que confrontar con el que la resolución proclama.
He leído con estupor, y con honda preocupación, las críticas de los afines políticos de la condenada a través de lo publicado en los medios de comunicación. Se ha dicho, más o menos literalmente, que el tribunal ha condenado sin pruebas, o desconociendo el contenido de determinados medios probatorios contradictorios. Por lo antes dicho, que no he asistido al juicio, desconozco qué razón puedan tener con esa censura. En cualquier caso, se trata de aspecto a dilucidar por vía de recurso. No es procedente el tono que se emplea, que casi insinúa que el tribunal hubiera actuado arbitrariamente. Lo más que podría oponerse a ese nivel es la existencia de posibles errores. Y nada más, sobre todo cuando las críticas las vierten, como es el caso, personas con elevadas responsabilidades públicas. El clima de desconfianza y de desprecio a las instituciones que se crea con esa actitud es demoledor. Y, al mismo tiempo, se adopta por los censores una postura profundamente antidemocrática, cual no aceptar, llegado el caso, con independencia del resultado de los recursos, la eventual injusticia de una final resolución firme que, a pesar de ello, un responsable público debe acatar serena y humildemente, como ha de hacer cualquier ciudadano. El político no debe desear privilegios y ha de dar ejemplo de muchas cosas, entre otras de aceptación de la adversidad, incluso del deber cumplir lo que subjetivamente considerado injusto.
Mucho más graves resultan las insinuaciones, si no claras afirmaciones, de que los tribunales poseen varas de medir diferentes: laxa para los corruptos (no se aclara qué grupo de ellos, y convendría precisar, porque como sabemos bien ciudadanos de esa clase los hay, y no pocos, en todos los sectores del arco parlamentario), y rígida para quien simplemente protesta frente a un desahucio vergonzoso. Esta afirmación es impresentable. El tribunal no condena por protestar, sino por acometer a los agentes de la autoridad en el ejercicio de sus funciones. El desahucio no es vergonzoso, sino un decreto jurisdiccional en ejecución de sentencia que todos vienen obligados a respetar y a cumplir. Sería un argumento rechazable por demagógico si no fuera algo mucho más grave, como debe estar en la mente de cualquier persona sensata.
Tintes surrealistas adquiere la invocación de que la condenada defendía el derecho fundamental, recogido en nuestra Constitución, a una vivienda digna. No hay que explayarse en razonamientos para comprender que el proceder de la señora Serra por el que se la condena consistente, convendrá repetirlo, en atentado a los agentes de la autoridad, causando lesiones y daños materiales de consideración, no es el camino para reivindicar la efectividad de tal derecho. Si lo fuera, el estado de derecho dejaría de existir y, por poner un ejemplo, habría que admitir que cualquiera podría privar a otro de su vivienda, o de su coche, o de su cartera, simplemente alegando derechos fundamentales a vivienda digna, a la vida, a la seguridad...
Todo esto recuerda, tristemente, a la época de los célebres escraches, a cuyo través se coaccionaba vilmente a otras personas en sus domicilios particulares, en presencia de sus familiares, sin detenerse ni ante menores de edad. La fuerza bruta sobre el imperio de la ley.
Si reparamos en quiénes han pronunciado públicamente semejantes aberraciones, la preocupación debe embargarnos de modo profundo. Las convicciones democráticas parecen ser todavía para muchos una aspiración, no una realidad.
Tomares, 24.04.20

FERNANDO AGUILERA LUNA Abogado
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