Confinamiento convencido, no privación de libertad
Poco antes de
decretarse el estado de alarma y la restricción de salidas al exterior de
nuestras viviendas estuve tapeando con unos amigos en un bar, siguiendo la
agradable rutina de la noche de los viernes. El virus que nos ataca tan
ferozmente era ya tema de conversación y yo mismo pensé que pasar un par de
horas en un establecimiento lleno de gente muy próxima consumiendo alimentos y
usando vasos, platos y cubiertos cuya perfecta higiene escapa al propio control
no resultaba muy prudente en las circunstancias en las que estábamos.
El siguiente
viernes pensé mostrar a mis amigos mi recelo, pero no hizo falta: ellos mismos ya
habían hablado entre sí de la inconveniencia de reunirnos. Muy pocos días
después se decretó el confinamiento. Puede decirse que el sentido común
precedió a la norma. Cierto es que inicialmente me parecieron excesivas las
restricciones, pero enseguida concluí que lo que individualmente puede
considerarse seguro y aceptable, por ejemplo, en mi caso, irme a la playa a
pasear en solitario, dejaba de serlo si lo mismo hacían, con el mismo derecho,
miles de personas a la vez.
Está
demostrado que la restricción del contacto humano es altamente eficaz para
luchar contra este enemigo que nos visita sin haber sido llamado pero que, de
hecho, está ahí. La impuesta, por otra
parte, es compatible con atender a las propias necesidades. Comporta, por
supuesto, renunciar a la libertad de movimientos y a disfrutar de pequeñas y
medianas satisfacciones normalmente a nuestro alcance. Pero, afortunadamente,
con los medios de los que disponemos podemos gozar sin salir de nuestra
vivienda de numerosas actividades lúdicas y culturales a las que probablemente
no podemos destinar ordinariamente el tiempo que quisiéramos.
Además, estar
menos acompañado favorece la reflexión interior, de la que tan necesitados
estamos siempre. Por ejemplo, entre tantos otros posibles, muchas personas que
juzgan con frivolidad la privación de libertad por razones penales y consideran
que nuestros presos viven en hoteles de cinco estrellas, podrán comprobar que
la clave de la aflicción de los internos no está en la calidad de las
instalaciones, sino en la restricción, total y no relativa, de la libertad
ambulatoria. También comprenderemos mejor a las personas que desempeñan
trabajos incompatibles con moverse libremente, como el transporte marítimo o la
pesca de altura, entre otras. Y a esas personas, muchas veces niños de corta
edad, que por accidentes y enfermedades diversas sufren convalecencias
prolongadas, que soportan resignadamente. Pensemos, por fin, en que el
afrontamiento positivo de las dificultades de la vida es un medicamento que
reporta grandes beneficios físicos y psicológicos.
Y, además,
obedece a un fin tan importante como proteger nuestra vida y contribuir a
proteger la de los demás. Por ello la aceptación pacífica de esta imposición,
inevitable por lo demás, no debe entenderse como una renuncia sin sentido a la
propia libertad, como algunos conocidos escritores han expresado estos días,
sino como una actitud de madura y serena aceptación de ese principio tan
invocado, pero lamentablemente tan poco seguido, de que nuestra libertad tiene
el límite de la libertad de los demás.
Tomares, 07.04.20
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